Compasión

Publicado por Diario Hoy
04/03/2007
María Paula Romo

Por sabio consejo de un amigo, he leído El olvido que seremos, novela del colombiano Héctor Abad Faciolince; maravillosa narración del autor sobre la relación con su padre. Conmovedor hasta las lágrimas para todas las que tengan un complejo de Electra como el mío; provocará nostalgia en aquellas que no tengan gran relación con sus padres; y seguramente confundirá a todos nosotros, prejuiciosos, la capacidad de un escritor hombre para tejer una historia de tanta ternura con su padre.

El libro también habla de más de una generación de colombianos que han llorado a sus hijos, hijas, padres, amigos, compañeros; de una guerra cuyas causas y causantes permanentemente se olvidan (veamos el desenlace del actual escándalo de la parapolítica colombiana y retiraré mis palabras). He llorado el libro de principio a fin; desde que Héctor –niño– prefería ir al infierno con su padre (como era liberal, le decían que iría seguro para allá) antes que al cielo sin él; pero sobre todo en la lectura de las palabras de su amigo Manuel Mejía Vallejo luego de que Héctor –padre– fuera asesinado en uno de los ciclos de mayor violencia política colombiana:

“Vivimos en un país que olvida sus mejores rostros, sus mejores impulsos, y la vida seguirá en su monotonía irremediable, de espaldas a los que nos dan la razón de ser y de seguir viviendo. Yo sé que lamentarán la ausencia tuya y un llanto de verdad humedecerá los ojos que te vieron y te conocieron. Después llegará ese tremendo borrón, porque somos tierra fácil para el olvido de lo que más queremos. La vida, aquí, están convirtiéndola en el peor espanto. Y llegará ese olvido y será como un monstruo que todo lo arrasa, y tampoco de tu nombre tendrán memoria. Yo sé que tu muerte será inútil, y que tu heroísmo se agregará a todas las ausencias.”

A pesar de que estas líneas tan generales no hacen justicia a un libro que he disfrutado mucho, he dado vueltas para llegar a una reflexión que hace Abad sobre una de las enseñanzas de su padre –médico, como el mío–, sobre la posibilidad de que las sociedades se construyan sobre la compasión; en una interpretación que dista mucho de nuestra tradicional mirada caritativa y concesiva.
El Dr. Abad –cuenta su hijo en el libro– insistía en que la compasión es solo la capacidad de ponerse en los zapatos del otro, en el lugar del otro.

Qué importante sería en un momento político como el nuestro, pero en general para construir una sociedad de justicia, plantearla sobre este ejercicio: ¿somos capaces de comprender la realidad del otro? ¿de mirar los acontecimientos desde sus ojos? ¿de pensar en el bienestar del resto? ¿Podrá ser esta forma de compasión uno de los valores de nuestra nueva democracia?

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